domingo, 3 de abril de 2011

La perfectibilidad demanda feedback

La perfectibilidad demanda feedback


Por José Enebral Fernández, Consultor y conferenciante de Nordkom

 

José Enebral Fernández,
Consultor y conferenciante

Hace tiempo que algunos de los expertos españoles en gestión empresarial -no me refiero a empresarios y ejecutivos, sino sobre todo a consultores y profesores de escuelas de negocios- vienen subrayando el hecho de que todos somos imperfectos, cuando no también incompetentes en algún grado. Bueno parece que nos lo recuerden porque nadie es perfecto; pero somos perfectibles y hemos de mejorar nuestros perfiles.

Nadie es perfecto e incluso habría que preguntar al entorno (clientes internos y externos, colegas, jefes y colaboradores…) para saber, por ejemplo, si alguien, varón o mujer, es muy competente en un puesto, auténtico líder, eficiente gestor, gran experto en algo, realmente creativo, buen escritor o magnífico cocinero: Podrá surgir alguna reserva, incluso “con fundamento”. Aunque se nos vea muy buenos en alguna o varias de nuestras facetas, siempre podemos mejorar: Somos perfectibles. Si no lo fuéramos, ¿a qué vendría, por ejemplo y en las empresas, tanto esfuerzo de formación y desarrollo de directivos y trabajadores?

No sé si la frase aquella "Nadie es perfecto", sonaba ya con frecuencia y complicidad cuando la pronunció el genial Joe Evans Brown -uno de los actores mejor pagados en los años 30- en la película de Wilder “Con faldas y a lo loco” (1959); pero quedaba redonda en aquella escena final con el ya entonces oscarizado Jack Lemmon, en el papel que había rechazado Jerry Lewis. En verdad se nos ha quedado a todos (con cierta edad, como yo) en la cabeza, y se trata de una realidad incuestionable. La escena resulta muy específica, pero la frase, universal. Brown presentaba ya una gran trayectoria cinematográfica y hubo también, cómo no, un cameo para él en la monumental comedia, diríase que épica, de Kramer, El mundo está loco, loco, loco, loco (1963).

Me recordó recientemente (febrero, 2011) la frase y la película de Wilder, un editorial de la prestigiosa revista para directivos Capital Humano, en que asimismo se aludía a la imperfección y la incompetencia. Parece haber en España varios expertos del management que acuden a buenas películas para extraer enseñanzas, como cabe hacerlo de la vida misma.

Lo que vengo a decirles es que quizá debamos detenernos más en que somos perfectibles, que en que somos imperfectos. Lo primero mueve a la mejora y lo segundo parece instalarnos en la botella medio vacía… Todos hemos de ser suficientemente competentes y aun competitivos en nuestro trabajo, entre otras razones porque hay en España desempleados muy capaces y todavía quedarán algunos cuando “las mejores cabezas” se vayan, si lo hacen, a Alemania.

Lo que habría que encarar no sería la imperfección -dada por incuestionable- ni la incompetencia -que parece un diagnostico algo radical y relativo sólo a funciones determinadas-, sino la perfectibilidad que nos caracteriza y mueve a la mejora. ¿Cómo gestionar la perfectibilidad? Quizá lo mejor es que cada uno gestione la suya mediante el desarrollo permanente, a partir del autoconocimiento que ya se postulara en Delfos, y aprovechando desde luego las oportunidades que le brinde su organización.

Tal vez cada individuo, si se siente capaz de hacerlo, deba tomar las riendas en su desarrollo profesional, y mostrarse protagonista, proactivo, aceptando, como decía, las ayudas que pudiera recibir de su entorno. Observemos el objetivo: Nutrir la competencia profesional en el puesto ocupado y en los futuros que puedan ocuparse, y hacerlo cuidando, quizá especialmente, las actitudes, creencias, valores y conductas, sin olvidar facultades, habilidades y, desde luego, conocimientos.

El mandato délfico supone ciertamente una asignatura pendiente para muchos de nosotros, directivos y trabajadores, jefes y subordinados; pero resulta inexcusable en el camino de la mejora continua. A este fin, sea bienvenido el feedback de buena fuente, aunque oportuno será que contrastemos, para asegurarnos, todo lo que nos diga el jefe, como lo que nos digan los subordinados o los colegas: Tampoco son perfectos quienes nos diagnostican. Temo que puedan andar faltas de fundamento algunos reproches, como asimismo algunas adulaciones también frecuentes en el mundo empresarial.

Escudriñemos el potencial del ser humano y, atendiendo a nuestra realidad y nuestros propósitos, pongámonos metas de mejora. Si nos mueve la sed de poder en la organización, un cierto itinerario de desarrollo surgirá; si, por el contrario, nos mueve la sed de saber, otro será. Pero al conocernos a nosotros mismos, ya se verá si somos buenos para la gestión, o mejores para lo técnico.

No deberíamos delegar esta reflexión en el jefe, ni en el área de Recursos Humanos de nuestra empresa, porque por la empresa podemos ir de paso y porque sus inquietudes e intereses podrían no ser exactamente los nuestros; pero sin duda podemos encontrar valiosa ayuda en uno y otra: No lo descartemos en absoluto. Sin perjuicio de nuestro protagonismo, aprovechemos todas las ayudas y oportunidades, y seamos, sí, más receptivos al feedback. En ello insisto porque no solemos serlo, a menos que lo escuchado resulte favorable.

El presidente americano Kennedy -creo que lo leí en el libro de W. Manchester- provocaba el feedback. Sabemos que tras su toma de posesión llamó a un viejo amigo, el obispo Hannan, con quien había discutido a veces sobre el arte de hablar en público, y le preguntó: “Bien, ¿qué tal me ha salido el discurso?”. Al obispo le había gustado y así se lo hizo saber, pero tenía ciertamente algo que añadir: “Quizá debería usted haber hablado un poco más despacio, para esperar la reacción de la multitud”. Kennedy era bien consciente de que el obispo sabría decirle todo lo que pensaba.

En otoño de 1961, el carismático líder invitó a un grupo de empresarios de los medios de comunicación de Texas a una comida en la Casa Blanca; entre ellos, el propietario del Morning News de Dallas, Ted Dealey, que, en un momento dado, se levantó y leyó: “Desgraciadamente para América, usted y su Administración son débiles como señoritas… Se precisa un hombre a caballo para guiar a esta nación, y mucha gente de Texas piensa que usted monta el triciclo de Carolina…”. Parece que la mención a su hija de 3 años molestó al presidente, pero contestó a Dealey certera y serenamente, con argumentos. Uno no se sorprendería de que, ya entonces, Kennedy se obligara a sí mismo a viajar a Dallas, como así hizo dos años después (a pesar de numerosos consejos disuasorios). Murió, como se sabe, asesinado en Elm Street (Dallas) el 22 de noviembre de 1963.

He querido mostrar que, en un entorno de suficiente libertad, podemos escuchar feedback de muy diferentes características, y habremos de hacer siempre la lectura más pertinente, incluso aunque la formulación parezca impertinente. Pero diría que lo peor es escuchar falsedades, se trate de reproches o alabanzas; en ese caso, la intuición debería alertarnos.

Seamos, pues, receptivos al feedback y aún provoquémoslo. Y si nos toca formularlo, hagámoslo sin perjuicio del respeto debido a las personas, con claridad y concisión, destacando tanto lo positivo como lo negativo, sin ánimo de llevar razón. Hay empero algunas carencias bastante extendidas, y de las que, con o sin feedback, no solemos ser muy conscientes.

Vamos, sí, a algunas carencias muy extendidas. De una parte, la particular mentalidad de cada uno es algo muy arraigado, que nos hace percibir desdibujadas las realidades: No somos, en general, suficientemente objetivos. Al recibir información solemos ser parciales, tanto porque no accedemos a toda la información, como porque interpretamos de modo sesgado la que nos llega. En la Sociedad de la Información, por consiguiente, debemos cuidar la obtención de significado a partir de los significantes. Hay aquí un margen de mejora, muy probablemente.

Y lo hay asimismo en nuestras capacidades relacionales. Por ejemplo, no solemos dominar el arte de conversar. En las empresas, las reuniones no suelen resultar muy efectivas, lo que conduce a decisiones en que a menudo prevalece el cansancio sobre el consenso; pero tampoco resulta siempre efectiva la comunicación jerárquica. En definitiva, somos perfectibles y hemos de mejorar, diríase que por imperativo moral.


 

 

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